sábado, 20 de abril de 2013

Mis queridos maestros fascistas


No hace mucho me crucé en un supermercado con uno de mis queridos maestros fascistas. Le vi tan frágil, tan anciano, que no pude remediar que me asaltara un sentimiento de ternura hacia él. He de reconocerlo, le tenía cariño a aquel hombre. ¿Y porqué no he de decirlo? : Le amaba, así es, yo amaba a aquel maestro y a todos mis maestros fascistas, aunque fueran crueles, aunque fueran intolerantes conmigo. Recuerdo que mi agradecimiento hacia ellos era infinito. Muchos de los camaradas de aquel maestro fueron capaces incluso de dar sus vidas por una España limpia de rojos. “Los rojos” lo recuerdo muy bien, era una gente que en mi imaginario superaba a todos los monstruos que pudieran pulular en la trastienda de mi conciencia, de la conciencia de cualquier niño.

Pero como ya he dicho yo amaba a mis maestros fascistas, porque como cualquier niño necesitaba amar y admirar a mis mayores, y los amaba también porque según nos habían inculcado teníamos todos en la tierra un enemigo común, y ellos estaban allí para ayudarnos, para protegernos incluso con sus vidas. Los domingos, durante la misa rogábamos por ellos y dábamos las gracias a Dios por tenerlos, por apartarnos del diablo, por librarnos de las tentaciones de la carne, los amaba sí, porque consiguieron de mí un sentido de la obediencia inapelable, porque simplificaron para mi propia comodidad de niño la comprensión de la vida y sus misterios durante muchos años. Aquellos maestros fascistas me ayudaron a sentir un miedo tal a la libertad que evitó por mucho tiempo que experimentara el miedo que a la libertad tenemos todos los hombres, y me dotaron de un temor a Dios tan grande, que con sólo ese temor yo justificaba en mi tierno entendimiento todos los castigos que recibíamos a diario, todos los tirones de oreja, de patilla, los cogotazos inesperados, las bofetadas que íbamos debiéndole al maestro a lo largo de la mañana y que apuntábamos en nuestras libretas para recibirlas al final del día uno por uno como corderitos, todos en fila y en perfecto orden, siempre por nuestro bien claro, para que pudiésemos tener la leve esperanza de librarnos tras la muerte del castigo infinito del infierno.

Mis queridos maestros fascistas me enseñaron a leer, me protegieron de los malos libros que le llevan a uno por el camino de ateísmo, me hicieron sentirme orgulloso de mi patria, la patria vencedora del comunismo, de la masonería, aunque a decir verdad nunca supe bien lo que era aquello de la masonería hasta que me hice mayor, nunca supieron explicármelo con claridad, pero era patente que los masones debían ser terribles. Mis maestros fascistas, para mi tranquilidad, simplificaron con sus mitos las respuestas a las grandes preguntas que todos los niños llegan a hacerse en uno u otro momento.

Recuerdo que en mi catecismo había una imagen en la que se veía a un niño como yo, crucificado en una pared, aún vivo y sangrando. Unos hombres llenaban sus copas con la sangre de aquel niño agonizante y brindaban entre ellos con manifiesta alegría. Aquellos hombres, de tez oscura, mal encarados y de cuerpos deformes, a pesar de que se les veía felices, eran los judíos, los masones, los comunistas.

Cuando ya de mayor me di cuenta del engaño, de lo que hicieron conmigo mis queridos maestros fascistas, ya era tarde. El amor y la razón caminan muchas veces por espacios diferentes. Aún hay algo dentro de mí que se resiste a rechazarlos, pero ya, mucho más liberado que preso de la cárcel mental que intentaron tejer en mi alma, en nuestras almas de niño, puedo decir con toda franqueza que aunque mis sentimientos me lleven a la candidez de la infancia, mi razón me dice que son cómplices y responsables de una atrocidad de proporciones gigantesca, y que me siento abusado, decepcionado, manipulado y violado en lo más íntimo de mi ser por mis maestros fascistas, cómplices sin duda, si no protagonistas, de un genocidio que acabó con casi toda una generación de buenos españoles.

Al final habéis perdido la guerra. Gracias a vuestro mal ejemplo ahora puedo vivir sin vosotros, podemos vivir sin vosotros, sin dioses ni dogmas. Ya ha terminado vuestro engaño, muchas gracias por haberme enseñado a leer pero no habéis conseguido hacer bien vuestro trabajo, habéis fracasado, no los pudisteis matar a todos, ni evitar que leyera libros prohibidos, ni que a pesar de vuestros desvelos consiguiera por fin sentirme libre de vosotros, de vuestras ataduras mentales ya desde la adolescencia. No os deseo ningún mal, iros tranquilos a vuestro “Otro Mundo” de ángeles, de dioses y de demonios, dejad que reconstruyamos entre todos esta España que nos habéis dejado hecha pedazos, la España de las procesiones, de la incultura política y del futbol, de las corridas de toros, de los condes, de los duques, de los obispos, de los curas y de los marqueses, la España de las diferencias y del pelotazo, de la miseria moral, de la ineptitud. No dudéis ni por un momento de que vamos a darles a nuestros hijos y a nuestros nietos lo que nuestros padres y abuelos no pudieron darnos, porque los matasteis a casi todos.

Iros con Dios.

Salvador Crossa Ramírez.

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